El peligro del tratamiento térmico radica principalmente en la posibilidad de fluctuaciones incontroladas de temperatura y en la falta de una atmósfera protectora controlada. La fluctuación de las temperaturas puede provocar resultados no deseados, como el crecimiento del grano, lo que da lugar a un metal demasiado blando o débil para el uso al que está destinado. Por otra parte, las temperaturas por debajo del rango deseado pueden hacer que el producto acabado sea más frágil y propenso a agrietarse.
La falta de una atmósfera protectora controlada puede provocar reacciones químicas en la superficie del metal durante el tratamiento térmico. Estas reacciones pueden comprometer la calidad y el rendimiento de la pieza, provocando piezas rechazadas y pérdidas económicas. Si los problemas de la pieza no se detectan, también pueden tener repercusiones potencialmente peligrosas para quienes la utilicen. Además, una atmósfera mal controlada puede provocar daños en el horno o, peor aún, lesiones a los empleados.
Para minimizar estas reacciones y garantizar un proceso de tratamiento térmico satisfactorio, el tratador térmico suele tomar medidas para eliminar la fuente de elementos reactivos, como el aire, del entorno del tratamiento térmico. Esto puede hacerse sustituyendo el aire por una atmósfera no reactiva, como nitrógeno, argón u otras mezclas de gases, lo que se conoce como tratamiento térmico en atmósfera controlada. Otra alternativa es el tratamiento térmico en un baño de sal fundida no reactiva. Sin embargo, incluso en estos entornos controlados, puede haber impurezas residuales que decoloren ligeramente el metal tratado térmicamente.
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