Los diamantes cultivados en laboratorio son prácticamente indistinguibles de los diamantes naturales en apariencia y propiedades, ya que comparten las mismas características físicas, químicas y ópticas. Presentan el mismo fuego, centelleo y brillo, y su dureza es idéntica. La principal diferencia radica en su origen: los diamantes naturales se forman en las profundidades de la Tierra a lo largo de millones de años, mientras que los diamantes cultivados en laboratorio se crean en un entorno controlado en pocos meses.
Similitud física y química:
Los diamantes cultivados en laboratorio son químicamente similares en más de un 99% a los diamantes naturales. Tienen la misma estructura cristalina y composición química, lo que significa que interactúan con la luz de la misma manera. Esto permite el uso de las 4C (quilates, talla, color y claridad) para evaluar su calidad, al igual que con los diamantes naturales. La presencia de oligoelementos puede diferir, como la ausencia de nitrógeno en los diamantes cultivados en laboratorio, que es una característica de los diamantes naturales. Sin embargo, estas diferencias no afectan al aspecto de los diamantes y sólo pueden detectarse con equipos especializados.Coste y accesibilidad:
Una ventaja significativa de los diamantes cultivados en laboratorio es su rentabilidad. Suelen ser un 60-70% más baratos que los diamantes naturales de las mismas especificaciones. Esto los convierte en una opción atractiva para los consumidores que desean un diamante más grande dentro de un presupuesto más asequible. Por ejemplo, un diamante cultivado en laboratorio de tres quilates puede comprarse por el mismo precio que un diamante natural de un quilate.
Proceso de producción:
La producción de diamantes cultivados en laboratorio consiste en imitar las condiciones en las que se forman los diamantes naturales, pero en un plazo de tiempo mucho más corto. Dos métodos comunes son la alta presión y alta temperatura (HPHT) y la deposición química de vapor (CVD). Ambos métodos reproducen las condiciones de alta presión y temperatura que se dan en las profundidades de la Tierra, lo que permite que los átomos de carbono cristalicen en forma de diamante. Este proceso, que sólo dura unos meses, contrasta con los millones de años necesarios para que se formen los diamantes naturales.